EVANGELIO DOMINGO 8 DE JUNIO 2014 – SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 20,19-23.
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!».
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes».
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
Palabra del Señor

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En este día de Pentecostés, esto es, de la conmemoración de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la Santísima Virgen María, se ha elegido este pasaje del evangelio donde se narra una de las apariciones de Nuestro Señor tras haber resucitado de entre los muertos.

En él, vemos como Nuestro Señor reviste de poder y autoridad a sus apóstoles para que sean los ministros de su Santa Iglesia Católica fundada el día de Jueves Santo.

Lo que Él habia hecho antes-no sin escandalo de algunos-, esto es, el perdonar los pecados, también lo harían ellos en su hombre para bien de su Iglesia y salvación de los fieles.

Es así como hay que tomar literalmente las palabras de Nuestro Señor:

«Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».

O expresado de otra manera: Todo pecado reconocido con contrición en el sacramento de la confesión, recibe la absolución y el perdón de parte de Dios, por lo que será perdonado para siempre. De igual modo, todo pecado no confesado, será retenido y reo de culpa en el juicio final.

Pidamos al Espíritu Santo para que nos de el don de la fortaleza que venza la tentación demoníaca de la vergüenza que evita que nos confesemos, ya que nuestros pecados tienen que salir a la luz de un modo u otro:

O bien ante el sacerdote en el sacramento de la penitencia para recibir el perdón y la gracia Divina, o bien ante toda la humanidad en el Juicio Final con la pena correspondiente del tormento eterno.

A nosotros toca elegir.